Se pronuncia la palabra «libertad» e inmediatamente algunos piensan: «Puedo hacer lo que quiera»; o, incluso, «puedo hacer lo que me da la gana»
Se pronuncia la palabra «libertad» e inmediatamente otros piensan: «éstos tienen la intención de hacer algo malo».
Y, Jesús, toma la palabra y dice:
«Si os mantenéis en mi Palabra seréis mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»
(Jn. 8, 31)
Y, desde entonces, es verdaderamente libre, no quien hace lo que le parece, sino aquel que logra renunciar a todo aquello que le impide ser él mismo y logra elegir el camino que le lleva a la plenitud. La libertad es inseparable de la vocación personal, de la voz que con fuerza Dios pronuncia en lo más hondo de nuestro ser.
La verdadera libertad comienza aquí: dándome cuenta de que soy llamado, de que soy requerido para ser fiel a mi mismo, para ser fiel al proyecto de vida buena y bella que Dios, al crearme, pensó para mi.
Por eso, la libertad no es apetencia, ni camino desviado. Es vocación de fidelidad. Piensen lo que quieran los superficiales: el que ama la libertad ama un camino difícil. No busca soluciones fáciles. Al contrario, reivindica, defiende, una incómoda responsabilidad: mantener la fidelidad a la Verdad.
El camino de la libertad es duro porque asume y defiende siempre la verdad. Y a esto se debe añadir que muchas veces los demás hacen que este camino sea más difícil aún. Hay una especie de cruel oposición a la vida del hombre y la mujer que luchan por su libertad.
Señor, que nadie ni nada me separe de tu verdad; que sepa renunciar a todo aquello que me impide ser fiel a la voz que tu pronuncias en mi interior; que aprenda, con paciencia, a recorrer las sendas de la libertad para que mi vida sea fuente de luz, sea fuente de amor para los demás.
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