MATEO 10, 26-33
Con que no
les cojáis miedo, porque nada hay cubierto que no deba descubrirse ni nada escondido
que no deba saberse; lo que os digo de noche, decidlo en pleno día, y lo que
escucháis al oído, pregonadlo desde la azotea. Tampoco tengáis miedo de los que
matan el cuerpo pero no pueden matar la vida; temed si acaso al que puede
acabar con vida y cuerpo en el fuego. ¿No se venden un par de gorriones por
unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo caerá al suelo sin que lo sepa
vuestro Padre. Pues, de vosotros, hasta los pelos de la cabeza están contados.
Con que no tengáis miedo, que vosotros valéis más que todos los gorriones
juntos. En conclusión: Por todo el que se pronuncie por mí ante los hombres, me
pronunciaré también yo ante mi Padre del cielo; pero al que me niegue ante los
hombres, lo negaré yo a mi vez ante mi Padre del cielo.
NUESTROS MIEDOS
Cuando nuestro corazón no está habitado por un amor
fuerte o una fe firme, fácilmente queda nuestra vida a merced de nuestros
miedos. A veces es el miedo a perder prestigio, seguridad, comodidad o
bienestar lo que nos detiene al tomar las decisiones. No nos atrevemos a
arriesgar nuestra posición social, nuestro dinero o nuestra pequeña felicidad.
Otras veces nos paraliza el miedo a no ser
acogidos. Nos atemoriza la posibilidad de quedarnos solos, sin la amistad o el
amor de las personas. Tener que enfrentarnos a la vida diaria sin la compañía
cercana de nadie
Con frecuencia vivimos preocupados solo de quedar
bien. Nos da miedo hacer el ridículo, confesar nuestras verdaderas
convicciones, dar testimonio de nuestra fe. Tememos las críticas, los
comentarios y el rechazo de los demás. No queremos ser clasificados. Otras
veces nos invade el temor al futuro. No vemos claro nuestro porvenir. No
tenemos seguridad en nada. Quizá no confiamos en nadie. Nos da miedo
enfrentarnos al mañana.
Siempre ha sido tentador para los creyentes buscar
en la religión un refugio seguro que nos libere de nuestros miedos,
incertidumbres y temores. Pero sería un error ver en la fe el agarradero fácil
de los pusilánimes, los cobardes y asustadizos.
La fe confiada en Dios, cuando es bien entendida,
no conduce al creyente a eludir su propia responsabilidad ante los problemas.
No le lleva a huir de los conflictos para encerrarse cómodamente en el
aislamiento. Al contrario, es la fe en Dios la que llena su corazón de fuerza
para vivir con más generosidad y de manera más arriesgada. Es la confianza viva
en el Padre la que le ayuda a superar cobardías y miedos para defender con más
audacia y libertad el reino de Dios y su justicia.
La fe no crea hombres cobardes, sino personas
resueltas y audaces. No encierra a los creyentes en sí mismos, sino que los
abre más a la vida problemática y conflictiva de cada día. No los envuelve en
la pereza y la comodidad, sino que los anima para el compromiso.
Cuando un creyente escucha de verdad en su corazón
las palabras de Jesús: «No tengáis miedo», no se siente invitado a eludir sus
compromisos, sino alentado por la fuerza de Dios para enfrentarse a ellos.
José Antonio Pagola
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