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¡Alégrate!

¡Alégrate! ¡Qué saludo el de aquella mañana de gracia!. Quedé llena, llena del amor de un Dios que llegaba hasta mi pequeño ser de mujer.

¡Alégrate! Así me dijo el ángel del Señor, y el gozo del Espíritu saltó en mi interior como una cascada de agua fresca que brota de una profunda montaña.

¡Alégrate! Y el gozo del Espíritu se plasmó en mi interior para siempre.

¡Llena de gracia! Era el nuevo nombre que Dios Padre me ponía. Quería expresar con él la fuerza de su mirar, su amor eterno y desbordante, su obra de salvación.

¡El Señor está contigo! Era el aviso para la misión que me confiaba: Ser madre-virgen. El estaría siempre en mí. Juntos andaríamos el camino de la Nueva Humanidad.

Bendita tú entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Estas palabras de Isabel sonaron en mí como buena noticia. Estaba llegando el tiempo nuevo, el nuevo amanecer de la salvación.

Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte de Señor. Él me invadía totalmente, sentía ya los latidos del amor en mi fe de peregrina. Mi Hijo se iba agrandando en mi vientre. Esperaba gozosa su nacimiento.

Una espada te atravesará el alma. Así me habló el anciano Simeón. Estas palabras de dolor llegaron a mi ser abierto y disponible con tanta fuerza que permanecí esperando que, en cualquier momento, se hicieran realidad.

¿Por qué me buscabais? Nuestro Hijo fue creciendo, y nos fue creciendo dentro. Se perdió y lo buscamos con el amor del alma. Su padre y yo lo buscamos angustiados. Un día se marchó a los caminos. Tenía pasión por anunciar el Reino.

Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora. Pero yo tenía prisa. Por eso intercedí por los novios. Estábamos en Caná. Había llegado la hora de indicarles que el Vino nuevo de la vida era mi Hijo, que creyeran en su Palabra, que se pusieran en sus manos.

¡Dichosos los pobres, dichosos los limpios, dichosos los pacificadores...! ¡Qué gozo al escuchar el anuncio del Reino de labios de mi Hijo! ¡Qué alegría oírle decir a Él estas cosas! Sus palabras iban cayendo dentro de mí como semilla en tierra fértil, que espera, un día, romperse para dar fruto.

¡Ahí tienes a tu Hijo! Llegó también la hora esperada de la cruz, la que tantas veces aguardé en silencio confiado, abandonada totalmente a su querer. Llegó la hora de repetir nuevamente la palabra de la mañana primera: ¡Hágase en mí tu Palabra! Llegó la hora de estar de pie y serena ante el dolor incomprensible y los gritos de los seres humanos. Llegó la hora de ser nuevamente madre, madre universal, madre

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