Domingo XXVII del Tiempo Ordinario


Una vez más vemos a los fariseos planteando una pregunta a Jesús. No es curiosidad, ni deseo de saber la verdad sobre algo, se trata, como siempre, de poner una trampa a Jesús, para después atacarle o intentar desprestigiarlo ante la gente. Esta vez la pregunta es la siguiente:”¿Es lícito el divorcio? Ellos lo tenían admitido, fundándose en palabras de Moisés. Aunque para ellos, sólo el hombre podía divorciarse. Nunca la mujer podía tomar la iniciativa.

Jesús no desea entrar en polémicas, porque ha adivinado la mala intención que les guía. Lo resume diciendo que la voluntad de Dios es que los esposos no se separen, y casen de nuevo con otra persona. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

Hoy día, en nuestra sociedad se ha hecho tan connatural el hecho de divorciarse, que no se le da ninguna importancia. Se separan y divorcian los matrimonios con una facilidad que no puede menos de llamar la atención. Yo no sé si se puede hacer caso a las estadísticas, pero éstas dicen que el 50% de las parejas, de un tiempo a acá, se separan y se juntan con otra persona (Se casen por lo civil o simplemente conviven en pareja).

Este tema del divorcio no es para despacharlo en una homilía de seis minutos; pero trataré de decir una palabra. Para mí es claro que la indisolubilidad (el “para siempre”) del matrimonio pertenece al ideal del Evangelio. El ser para siempre, sería lo deseable, porque el amor, a imitación del amor de Dios, debe ser para siempre, si es verdadero amor.

Pero también hay que tener en cuenta, lo que no es lo ideal, sino lo real, lo que dice la experiencia, la vida. Y que no se puede negar, ni escamotear. Voy a intentar explicarme breve y claramente, sin que mis palabras tengan que ser necesariamente compartidas. Quede claro que a quien piense en contrario, yo lo respeto absolutamente.

Hay circunstancias en la vida, en que por la debilidad humana u otros motivos, el amor en una pareja se termina, se rompe, desaparece. Y, a veces, de manera irreversible. En tal caso, la pareja deber separarse para no vivir constantemente en un infierno de mal entendimiento, de falta de amor, de reproches mutuos o de riñas interminables. Incluso por bien de los hijos, si los hay. En tal caso, la Iglesia oficialmente no permite nuevo matrimonio, porque como dice el evangelio de hoy, sería adulterio.

Pero se puede dar el caso de que una de las partes, no culpable de la situación de ruptura, se vea abocada, siendo inocente, a no poder recomponer su vida con otra persona. Hay muchos casos de abandono de la pareja decidido unilateralmente, sin consentimiento  ni culpa de la otra parte.  En ese caso, y a favor de la parte inocente, pienso que la iglesia, debería ejercer su condición de “madre”, permitiéndola volverse a casarse por la iglesia. Se ha roto el ideal del matrimonio, pero se da paso a la misericordia. Lo cual no significa que la iglesia admita el divorcio generalizado, sino que, en algunos casos como el expuesto, y tras un estudio serio de cada caso, podría permitirlo.

Algunos dicen que la iglesia no puede hacerlo, que no tiene poder. Yo creo que lo tiene, y a lo largo de la historia lo ha demostrado. Véase lo que se llama el “privilegio paulino”, el “privilegio petrino”, o la dispensa por matrimonio no consumado. Si en otro tiempo la iglesia pudo crear estas excepciones, ¿por qué ahora no puede hacer otras?

Bien, repito que este tema no es para tratarlo exhaustivamente en unos minutos, y que mi opinión no tiene porqué ser aceptada por todos. Resumiendo: el matrimonio de por sí es indisoluble, para siempre; pero en algunos casos, en favor de la persona no culpable de la ruptura, sería deseable que se pudieran  hacer excepciones, permitiéndola casarse por la iglesia, si lo desea y es creyente.

Félix González

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