Cristo es Rey por amor


Ezequiel 34,11-12.15-17;
1 Corintios 15, 20-26.28;
Mateo 25, 31-46

Dios decide anticipar la fecha de la eternidad

Es el día de las paradojas, de las sorpresas.

No nos resulta demasiado difícil admitir que Cristo es rey. Incluso estamos dispuestos a honrarlo, a celebrar sus triunfos.

Pero nos cuesta mucho aprender su «manera» tan insólita, tan distinta, de ser rey. Un rey para los demás, que pone su poder a disposición de los débiles, de los humildes.

Por otra parte, la actitud de ciertos reyes (pastores, sacerdotes, maestros), desde los tiempos de Ezequiel hasta hoy, no nos ayuda demasiado a comprender el estilo de este rey que interpreta su realeza no en términos de poder y dominio, sino de entrega y servicio. Que prefiere a los pobres y a los últimos. Que va en busca de la oveja perdida y cuida con cariño a la que ha sufrido algún contratiempo.

Reconocemos incluso que Jesús es Dios. Pero hoy se nos invita a asombrarnos de que él haya inventado una manera absolutamente nueva, desconcertante, de ser hombre y de ser Dios. Por eso podemos engañarnos al pensar que lo conocemos, después de haber aprendido sus rasgos en los catecismos o en los libros de teología. Pero cuando se trata de «reconocer» su rostro, confundido con los de una multitud de andrajosos, de gente vulgar, nos damos cuenta de que ya no logramos distinguirlo ni prestarle atención.

Creemos que tratamos con él, que tenemos familiaridad con él, cuando estamos en la iglesia. Pero apenas salimos a la calle, hemos de reconocer que estamos siempre bastante lejos de él. Sí, porque el templo de este Dios es el hambre, la sed, la marginación, la prisión, la soledad, la cama de un hospital...

Pronunciamos continuamente su nombre. Pero luego hemos de admitir que, en realidad, no lo conocemos.

Creemos en el juicio final. Y nos hemos familiarizado ya con esa escena, incluso a través de todas esas innumerables representaciones dramáticas de tantos artistas. La hemos «leído» además muchas veces en los pórticos de las viejas iglesias.

Pero parece ser que la preocupación de Cristo no es tanto la de meternos en la cabeza el escenario del juicio que habrá de tener lugar al fin del mundo, como la de advertirnos que «el gran día» es hoy, que el momento decisivo que hay que afrontar es el de ahora, que el examen fatal al que hemos de someternos es hoy, que el cara a cara comprometedor es el que tiene lugar ahora, en este encuentro casual.

Jesús no tiene ninguna intención de hacer que lo veamos de reojo en la sala del tribunal celestial. También afirmó varias veces que no conoce «ni el día ni la hora». Su misión no consiste en satisfacer nuestra curiosidad abriendo ante nuestros ojos una página que anticipe el futuro.

Jesús, más que trasladarnos al final de los tiempos, nos lleva al fin (al significado) del tiempo, nos restituye a nuestro presente para que captemos toda su importancia.

Como si nos dijera: ya estará todo decidido para entonces. Decidido desde hoy. La eternidad se ha anticipado al hoy...

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