Más o menos en tiempos del emperador Tiberio, nadie nos sabría decir exactamente ni dónde ni cuando, un personaje del que sabemos bien pocas cosas abrió una brecha en el horizonte de los hombres.
Seguramente no era ni un filósofo ni un tribuno, pero debió vivir de tal forma que toda su vida nos decía que cualquiera de nosotros puede, en cualquier momento de su vida, volver a empezar de nuevo. Docenas y quizás centenares de narradores populares han cantado esa buena nueva. Conocemos tres o cuatro. El impacto que ellos recibieron lo cuentan con las imágenes de la gente sencilla, de los humillados, de los ofendidos, de los apaleados, cuando éstos se
ponen a soñar que todo ha sido posible: el ciego ve, el cojo anda, los hambrientos en medio del desierto se hartan de pan, la prostituta descubre que es toda una mujer, el hijo muerto vuelve a la vida.
Para gritar la buena nueva era preciso que él mismo, por su resurrección, nos anunciase que todas las barreras habían sido destruidas, incluso la barrera suprema de la muerte. Algunos eruditos pueden poner en duda cada uno de los hechos de esta existencia, pero esto no hace cambiar en nada esta certeza que transforma la vida.
Se acaba de encender una luz nueva. Ha sido por esta chispa, es la llama inicial que dio origen a la hoguera. Esta luz nueva fue primero a favor de los más pobres. Si no hubiese sido por esto, de Nerón a Diocleciano, el “stablisment” no los hubiera tratado tan duramente. En este hombre el amor debió ser incendiario, subversivo; si no, no lo hubieran hecho morir en una cruz.
Hasta este momento, todas las sabidurías se habían basado en el destino ciego, la necesidad que tenía el mundo de la razón. Él, por el contrario, nos ha convencido de la locura; Él, que era todo lo contrario al Destino, El que era la libertad, la creación, la vida misma, Él que ha derribado el fatalismo de la historia. Él daba cumplimiento a las promesas de los héroes y de los mártires de la gran revelación de la libertad. No sólo las esperanzas de Isaías y las
llamadas de Ezequiel, también Prometeo rompía sus cadenas y Antígona dejaba de estar amurallada. Estas murallas y estos muros, imágenes míticas del destino, delante de Él se esfumaban. Era como si el hombre volviese a nacer.
Roger Garaudy
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