Cuando San Francisco vivía en la ciudad de Gubbio, apareció por los alrededores un lobo grandísimo, terrible y feroz.
El lobo no sólo devoraba las ovejas que los pastores llevaban a pacer, sino que a menudo atacaba a los hombres.
Los habitantes de Gubbio temblaban de miedo, sobre todo cuando el lobo merodeaba por las murallas de la ciudad.
Cuando la gente salía fuera de las murallas, iba armada con palos y horcas corno para pelear en la guerra. Y sin embargo, si uno se encontraba solo frente a aquella terrible fiera, era incapaz de defenderse y el lobo le devoraba.
Nadie se atrevía ya a salir de la ciudad y ni siquiera de casa.
San Francisco, compadecido de aquella pobre gente, decide salir al encuentro del lobo. Los ciudadanos se lo desaconsejan:
-¡Por Dios! ¡No vayas! ¡El lobo te devorará!
Pero San Francisco toma consigo algunos compañeros y, haciendo el signo de la cruz, sale fuera de las murallas confiando en Dios.
Después de un trocito de camino los compañeros le abandonan porque tienen miedo de ir más adelante. San Francisco, por el contrario, sigue caminando hacia el lugar donde solía estar escondido el ferocísimo lobo.
Los habitantes de Gubbio se suben a las murallas para ver cómo iba a terminar aquello. Y decían entre ellos:
-El lobo devorará seguramente a nuestro San Francisco.
El lobo, percibiendo todo aquel jaleo, sale de su guarida rechinando los dientes. Está tan furioso que deja caer espumarajos de la boca.
Echa a correr hacia San Francisco. Tiene los ojos encendidos de rabia.
San Francisco no está armado. No tiene ni siquiera un palo. Lleva los brazos cruzados sobre el pecho.
El lobo se para delante de San Francisco. El santo levanta mano y hace la señal de la cruz en dirección al lobo, y luego le dice con voz decidida: -¡Ven aquí, hermano lobo! Te ordeno que no hagas daño ya, ni a mí ni a ninguna otra persona.
San Francisco mira al lobo en los ojos. El lobo entonces cierra la boca, mete el rabo entre las patas y se acerca cabizbajo a San Francisco.
Y cuando llega a los pies del santo, se acocha como un perrito. San Francisco le habla así:
-Hermano lobo, has hecho mucho daño. Has matado a muchas criaturas de Dios sin su permiso. Has devorado a las bestias y hasta has tenido el atrevimiento de matar a hombres y niños. Por esta tu maldad merecerías que te ahorcasen como a un asesino. La gente de esta ciudad murmura y grita contra ti, y en este territorio todos te son enemigos. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer la paz entre ti y los habitantes de Gubbio. Si tú no vuelves a ofenderles, ellos te perdonarán tus pasadas fecharías.
Los ciudadanos, desde lo alto de las murallas, oyen las palabras de San Francisco y todos se quedan boquiabiertos de estupor.
El lobo, a las palabras del santo, mueve el rabo, agacha las orejas e inclina la cabeza, como para dar a entender que acepta lo que el santo ha dicho.
San Francisco continúa:
-Hermano lobo, yo te mando que vengas ahora mismo conmigo, sin dudarlo. Tenemos que firmar esta paz entre ti y el pueblo de Gubbio.
San Francisco da media vuelta y se encamina hacia la ciudad. El lobo le sigue detrás como un perrito domesticado.
A todos se les escapa un «¡Oh!» de maravilla.
En seguida la noticia de la conversación del lobo se esparce por la ciudad. Los que habían permanecido escondidos en casa salen fuera, y todos se reúnen en la plaza. Hacen corro alrededor de San Francisco y del lobo. Los niños están en primera fila, curiosos de ver desde cerca aquel lobo grandísimo, terrible y feroz.
San Francisco dice dirigiéndose a la gente: -Oíd, hermanos míos. El hermano lobo que está aquí delante de vosotros me ha prometido hacer la paz con todos; pero vosotros debéis prometerle que le vais a dar cada día el alimento necesario para quitarle el hambre. Yo os garantizo que el hermano lobo mantendrá la promesa de no volver a molestaros.
El pueblo aplaude y acepta las condiciones del pacto.
San Francisco se dirige al lobo, que durante todo el tiempo ha permanecido de pie y con la cabeza gacha:
-Y tú, hermano lobo, ¿Prometes solemnemente observar el pacto de paz? ¿Prometes que ya no volverás a molestar ni a los hombres ni a los animales ni a ninguna otra criatura viviente?
El lobo entonces dobla las patas delanteras, se arrodilla, inclina repetidamente la cabeza, mueve el rabo y agacha las orejas. Con todos estos gestos quiere demostrar, en lo posible, que observará el pacto.
San Francisco añade:
-Hermano lobo, quiero que me prometas mantenerte fe a estas condiciones aquí ante todo el pueblo.
Entonces el lobo, de pie, levanta la pata delantera derecha y la pone en la mano del santo. San Francisco estrecha fuertemente la pata del lobo. Toda la gente aplaude. Los niños se acercan al lobo y empiezan a acariciarlo. El lobo ¡ame la mano de los niños, exactamente como un perrito domesticado.
Algún chiquillo, más valiente, monta sobre el lomo del lobo.
Desde aquel día el lobo vivió dentro de la ciudad de Gubbio. Entraba en las casas. Iba de puerta en puerta. Jugaba gustosamente con los niños. Nadie le molestaba y él no hacía mal a nadie. No se rabiaba ni siquiera cuando los niños, jugando, le tiraban del rabo. Ni siquiera los perros le ladraban.
Los habitantes de Gubbio, de acuerdo con lo prometido, se preocupaba a porfía, de darle de comer todos los días.
Pasados algunos años, el hermano lobo murió de viejo. Una mañana le encontraron tendido ante la puerta de la ciudad.
Cuando se esparció la noticia de la muerte del lobo, todos se entristecieron porque se habían acostumbrado a querer al lobo.
Muchos lloraron. Sobre todo los niños.
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