Necesitas cultivar, alimentar y cuidar tu propia fe. Como evangelizador no eres funcionario de una organización, a la que prestas tu colaboración activista; ni un voluntario de una institución altruista, con cuyos fines humanitarios te identificas.
La raíz de tu tarea es tu real incorporación a Jesucristo por el bautismo, la confirmación de tu fe por el Espíritu y la participación en la misma entrega del Señor por la Eucaristía. En los sacramentos vas forjando la entereza de tu fidelidad interior, porque ellos te comunican la fuerza de Dios que se realiza en tu debilidad.
Tu misma debilidad la conviertes en fuerza, cuando la haces “debilidad perdonada” en el sacramento de la reconciliación con Dios y con los hermanos, de quienes tus debilidades te separan.
Tu vida sacramental te abre al misterio de Dios. En ella confiesas que es su gracia la que te sostiene y, desde ella, abres a los hombres un camino de salvación. No recurras a excusas del tipo: “la misa es un rollo”, “los sacramentos se pueden convertir en una rutina sin sentido”,… Todo lo puedes convertir en rutina cuando la gracia no toca lo más hondo de tu ser.
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