Cuando nos sentimos heridos por el daño que afecta a nuestros sentimientos, nuestras emociones, nuestro ser interior, cuando ese mal lo causa una persona, o varias, o, sin haberse puesto de acuerdo llega a ser un cúmulo de agresiones que vienen de diversas partes, el corazón se resiente y queda herido.
Otras veces hay que poner el corazón en cuidados intensivos, esperando que sea la maquinaria de Dios la que serene, cure y reavive el rostro interior con el que lo miramos y miramos al mundo. Ese mundo contemplado por Jesús desde la cruz, con la actitud contemplativa de fe en su Padre, abandonado de todos, sin nada, despojado de derechos y de cualquier defensa, es el mundo en el que estamos inmersos y el que tanto nos duele en ocasiones.
Nuestro hermano Carlos andaba por la vida liberado de su pasado herido, y hacía de su presencia sencilla de Nazaret la presencia silenciosa de Jesús en un país colonizado por una potencia extranjera y en constante peligro de conflictos. Amigo de todos, no juzgó a nadie más que a sí mismo.
Pedir perdón es una cuestión de humildad; el reconocimiento del propio error necesita de un corazón abierto y limpio. Jesús pide al Padre que perdone a quienes lo humillan, maltratan, juzgan, condenan y asesinan. Pide perdón para quienes lo envidian y calumnian, para los que lo niegan, para quienes desconfían de su autoridad -reconocida por el pueblo por su cualidad de Maestro, de sabio, de hombre de Dios-. No pide venganza ni ajuste de cuentas, ni pasa factura. Sigue siendo amigo de sus amigos. A Jesús le toca enseñar a sus discípulos a perdonar, dentro de una sociedad que establece las relaciones humanas con una religiosidad basada en formas conductuales con respecto a una ley, y que asume con toda naturalidad devolver el bien con el bien así como el mal con el mal. Ojo por ojo y diente por diente.
Un día de desierto en el mes pasado, y otro en el actual, me han posibilitado orar después desde el corazón que necesita ser sanado. Cuando el corazón tiene una parte ocupada por sentimientos negativos hay menos espacios para el amor gratuito. Al igual que el cerebro es limitado, el mundo de los sentimientos también. Por encima del corazón está la cabeza, decía mi madre. Es de locos, y he aquí el gran reto para nuestro ser civilizado, educado en líneas de unas normas cívicas y cristianas, que sea el corazón el que decida. A Jesús le ocurrió así.
En uno de los días de desierto comprendí que no se puede vivir en coherencia con el Evangelio sin haber perdonado. La oración que fluye en los momentos de encuentro con Dios y el silencio en la adoración se iban impregnando del convencimiento de que es la gracia, la gratuidad nada caprichosa de Dios, la que cambia, transforma y da vida nueva a uno mismo y a quienes han hecho daño, a ti o a los quieres como algo tuyo. Comprendí que sólo perdonando las personas cambian y Dios va realizando su voluntad. Comprendí que, cuando uno no puede cambiar las actitudes de los demás, Dios sí puede. Pedir perdón en cada padrenuestro no es otra cosa que reconocerlo así.
Necesitamos del perdón para ser liberados no ya de una sensación de culpa cuanto por la necesidad de perdonamos a nosotros mismos, y de ser perdonados por los demás.
En el otro día de desierto las voces se hacían casi gritos. “Calla y escucha; pon alerta el corazón: busca la paz”. No des el “tiro en la nuca” a nadie -hay muchas formas de disparar-, presenta la otra mejilla, si tienes algo contra tu hermano antes de presentar tu ofrenda... Y en la eucaristía celebrada con mis hermanos de fraternidad después de la jornada de desierto aparece Jesús diciéndole a Pedro que hay que perdonar setenta veces siete. Justo lo que menos, quizá, deseaba oír. Pero me puse a escuchar y entendí que a través del Evangelio, la buena noticia pasaba también por darle a Dios todo el espacio, por vencer las resistencias, justificaciones de uno mismo, romper con los mecanismos de defensa; dejar, por tanto, que fluyera la gracia y sólo como Dios quiera, no como a nosotros nos gustaría programar.
El perdón es sacramento sólo si hay reconciliación. En la reconciliación del Dios de Israel con su pueblo, en la reconciliación a la que invita Jesús cuando trata con la gente, la que desea desde la cruz y se nos manifiesta cuando nos damos el abrazo de la paz, somos perdonados y aprendemos a perdonar, a cicatrizar las heridas del corazón y a contemplar nuestra pobreza, que precisa de la gracia para ser pobreza evangélica en todos sus sentidos.
Orar liberado, como orar encarcelado, no es una tarea más, sino la expresión personal de confianza, -con infinita confianza- de que Dios está ahí y que él hace salir el sol sobre justos y pecadores. Dejemos que él llegue donde nosotros no logramos entrar. Perdonar sin que se nos pida el perdón. Regalar aunque no sea el cumpleaños, por pura gratuidad.
Aurelio Sanz Baeza
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