Juan XXIII y Juan Pablo II, santos: significado y semblanzas

El domingo 27 de abril, segundo domingo de Pascua, festividad de la Divina Misericordia, la Iglesia católica, y con ella la humanidad, vivirá un acontecimiento extraordinario y, al menos desde hace muchos siglos, inédito.

En efecto, un Papa, en este caso Francisco –y, al menos, desde la cercana distancia el emérito Benedicto XVI- canonizará a dos recientes y magníficos antecesores suyos: Juan XXIII (1881-1963)y Juan Pablo II (1920-2005).

Los cincuenta años que distan desde la muerte primero –Juan Pablo II murió en 2005- y la canonización es todo un signo de presencia y de don de Dios en medio de una de las complejas singladuras de la Iglesia en su historia dos veces milenaria.

Con Juan XXIII y Juan Pablo II en los altares como santos,  se volverá a poner de manifiesto, además, el privilegio y la gracia con la que Dios ha guiado y guía a su Iglesia en el último siglo y medio. De los once últimos pontífices, tres serán ya santos: Pío X y el 27 de abril, Juan XXIII y Juan Pablo II; otro, Pío IX, beato; dos, Pío XII y Pablo VI, venerables –esto es, reconocidas la heroicidad de sus virtudes y vida cristiana, y quizás, en los próximos meses, el Papa Montini, ya beato- y en espera, pues, de la aprobación de un milagro atribuido a su intercesión para ser declarados beatos; otro, Juan Pablo I, siervo de Dios; y los otros tres, León XIII, Benedicto XV y Pío XI, también espléndidos y providenciales pastores.  Con esta luminosa y virtuosa pléyade de Pontífices de la Iglesia católica se verifica, una vez más, la promesa de Jesucristo, el “yo estaré siempre con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

De los 264 Papas fallecidos hasta la fecha, 80 han sido reconocidos Santos oficialmente. Son Santos los 35 primeros Pontífices, desde San Pedro a San Julio I (337-352). Después hay otro grupo de 13 Papas Santos entre San Dámaso I (366-384) y San Gelasio I (492-496). Los últimos cinco Papas canonizados son: San Celestino V (1294, canonizado en 1313), San Pío V (1566-1572, canonizado en 1712), San Pío X (1903-1914, canonizado en 1954) y, a partir del 27 de abril de 2014, San Juan XXIII (1958-1963) y San Juan Pablo II (1978-2005).

Emblema del buen cura, presbítero y después nuncio y obispo que amaba a cada uno de sus fieles, piadoso, manso, bondadoso humilde, preocupado por los pobres, creyente que se dejaba guiar por el Espíritu Santo… Así definía recientemente Francisco a Juan XXIIII. “El gran misionero de la Iglesia,  un hombre –Francisco habla ahora de Juan Pablo II- que llevó el evangelio  a todos los lugares… Sentía ese fuego de llevar la Palabra del Señor. Es un Vicente de Paul, es un San Pablo…”. “Y hacer la ceremonia de canonización con los dos juntos, creo que es un mensaje a la Iglesia: estos dos son buenos, son buenos, son dos buenos”, apostilla –y ya, al menos por  ahora todo queda dicho- el actual Pontífice.

Juan XXIII: el Papa bueno

Fue el Papa del cambio, el Papa Concilio Vaticano II. Pero Angelo Giuseppe Roncalli, sobre todo, fue el Papa bueno. Pocas veces una definición se ajusta tanto a la realidad. Y si, además, la definición es sencilla y facilísima inteligible, mejor todavía. Su legado, como afirmó de él Pablo VI, no cabe en su sepultura. Ha sido una de las personas más queridas y admiradas de las últimas décadas. Su figura, tan sencilla, tan humana, tan cristiana, sigue vigente e interpeladora, a pesar de los años. Más aún, según pasan los años, como acontece con los buenos vinos, su figura es todavía más atrayente.

¿Por qué? ¿Cuál fue su secreto? Vivir, buscar y testimoniar siempre la voluntad de Dios. El mismo lo dijo: “Este es el misterio de vida. No busquéis otra explicación. He repetido siempre la frase de San Gregorio Nacianceno: Tu voluntad, Oh Señor, es nuestra paz. Este mismo pensamiento, en estas otras palabras, me hicieron siempre buena compañía: Obediencia y paz”, tal y como se lo había enseñado en sus años de infancia y adolescencia un sacerdote: “Obedece siempre, con sencillez y bondad, y deja hacer al Señor”.

Así se explica su fecunda vida, de más de 81 años. Así se explica su prolijo y variado ministerio sacerdotal y episcopal. Así se explican sus cuatro años y medio de pontificado. Así se explica que los búlgaros, en los once años que fue delegado papal en este país, le llamaran buen padre. Así se explica, como quedó dicho al comienzo, que los fieles de todo el mundo y de distintas culturas y religiones le llamaran y le sigan llamando el Papa Bueno.

Así se explica que, 132 años después de su nacimiento y otros 51 años después de su muerte, siga siendo un personaje de actualidad. Qué se lo pregunten sino a los cientos y miles de personas que día a día acuden a su tumba en la basílica de San Pedro de Roma. Que se lo pregunta al Papa Francisco, que según testimonio de Loris Capovilla, el custodio de la memoria de Juan XXIII y de su legado, el neocardenal, pensó en llamarse, al calzar las sandalias del Pescador –sandalias también del Papa Juan-, Juan XXIV.

Vivir la voluntad de Dios, en obediencia y en paz, siempre alegres y activas, es descubrir la auténtica sabiduría de Dios, que escribe rectos con renglones torcidos y cuyo caminos, aunque no son nuestros caminos, están siempre rezumando amor y plenitud.

Juan Pablo II: el Papa grande

Karol Jozef Wojtyla nació en Wadowice (Polonia) el 20 de mayo de 1920. Con tanto solo 20 años, y ya muertos sus padres y su único hermano y Polonia invadida por el ejército nazi, Karol, que prometía ser actor y escritor, al enfrentarse a la realidad del mal, descubre que solo el amor de Jesucristo es la clave de la felicidad que anhela el corazón del hombre. Ingresa en el seminario de Cracovia, estudia en Roma y es ordenado sacerdote el 1 de noviembre de 1946.

La universidad  y los jóvenes fueron los principales ámbitos de los doce años de su ministerio como sacerdote. Su patria polaca se enfrentaba entonces a otro de los grandes males del siglo XX: el comunismo. Karol Wojtyla es obispo auxiliar de Cracovia de 1958 a 1962 y arzobispo metropolitano de esta misma sede durante 16 años. Cardenal desde 1967, el 16 de octubre de 1978 es elegido Papa con el nombre de Juan Pablo II. Durante más de veintiséis inolvidables años, desarrolla un admirable ministerio petrino. Fallece, tras ser visitado durante años por la cruz, el 2 de abril de 2005. Fue beatificado el 1 de mayo de 2011.

Las dos claves, dos pilares, dos focos que iluminan, explican y definen la figura y el pontificado de Juan Pablo II, y que nos marcan los caminos para vivir en plenitud nuestra vocación cristiana. Estas claves no son otras que Jesucristo y el hombre, palabras emblemáticas que figuran en el título de su primera encíclica, Redemptor hominis, palabras programáticas que aparecen ya en su primer mensaje a la Iglesia y al mundo en la misma tarde de su elección:”¡No tengáis miedo -nos dijo en aquella tarde memorable-. Abrid las puertas a Jesucristo. Sólo Él puede salvar al hombre!”.

Jesucristo fue su razón de ser, la clave de bóveda de su existencia. Su amor apasionado a Jesucristo, cultivado en la oración, en la intimidad y en la unión con Él, fue el venero fecundo de toda su vida y actividad. Quienes tuvimos el privilegio de contemplar al Papa rezando muy de mañana en su capilla privada, pudimos comprobar con emoción su capacidad de interioridad, su capacidad para abstraerse, abandonarse y centrarse sólo en Dios, conscientes de que estábamos contemplando la oración de un santo. En el amor apasionado a Jesucristo, en su vida interior, en su experiencia de Dios, sustentó Juan Pablo II la fe profunda que se ha traslucía en sus palabras y en sus gestos.

En su amor ardiente a Jesucristo sustentó Juan Pablo II su fuerza interior y la entrega agónica de su vida. Su servicio apasionado al Evangelio y a la Iglesia se convirtió en los compases finales de su vida en la catequesis más persuasiva y convincente sobre cómo debe ser la oblación sin límites de nuestra propia vida al servicio de lo que creemos, amamos y esperamos. Juan Pablo II se entregó a su tarea como el Buen Pastor a pesar de las enfermedades que le acompañaron de manera permanente durante todo su ministerio desde el atentado del 13 de mayo de 1981. A todos nos ha sobrecogido su imagen doblada por la edad y el deterioro físico, mientras se engrandecía su figura moral. Sus últimos meses, crucificado con Cristo en la cruz  y unido por la comunión con todos los enfermos del mundo, han sido el preludio de una fecunda pascua. Como escribiera el cardenal Joseph Ratzinger, con su vida y testimonio, Juan Pablo II nos legó en los diez últimos años de su vida la más bella de sus encíclicas: la del sufrimiento y la cruz aceptados por amor al Señor y en solidaridad con todos los que sufren, desde la conciencia de su deber de Supremo Pastor vivida heroicamente.

Y desde este amor apasionado e incondicional a Jesucristo, brotó en plenitud el amor al prójimo. Y así fue el Papa de los jóvenes, de las familias, de los pobres, de los derechos humanos, el Papa de los viajes, de los récords, de los documentos… Todo como una ofrenda en totalidad y radicalidad de su persona y de los demás recibidos para servir a los demás y ser testigo del amor y de la gloria de Dios.


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