El amo del huerto de los olivos


Soy el amo del Huerto de los Olivos. A mí me avisaron con mucha discreción, antes de que empezara la cena de la Pascua con los discípulos. Tenía siempre la delicadeza de avisar aunque sabía de sobra que el huerto estaba totalmente a su disposición. El huerto era grande, con olivos muy antiguos y una almazara excavada en la roca donde el olor a aceituna prensada era constante; era un lugar retirado donde podían estar a cubierto o en medio de los olivos. Pero sobre todo resultaba muy cómodo y muy accesible: quedaba a un tiro de piedra de la ciudad. Él lo usaba con cierta frecuencia; se ve que le resultaba bien para orar solo o con sus discípulos.

Aquella noche me picaba la curiosidad. Abundaban los comentarios alarmistas y el ambiente estaba enrarecido; se hablaba con insistencia de su detención inminente. Yo mismo había detectado movimientos extraños por los alrededores del huerto. ¿Sabían quizá que aquella noche iba a venir?. No sería de extrañar; no era ningún secreto que le gustara aquel sitio. Yo, por lo que pudiera ocurrir, me propuse seguir el desarrollo de las circunstancias de cerca, pero discretamente.

Jesús y sus discípulos llegaron a primera hora de la noche; iban silenciosos, como apesadumbrados, entorno a él. Apenas llegados, Él se retiró a un corro de olivos y se puso a orar sobre una gran piedra. También ellos parece que se disponían a orar pero al poco rato andaban todos adormilados por no decir dormidos. Sin duda pesaba la hora y la  cena.

Creo, sinceramente que Él lo pasó muy mal aquella noche en el huerto. Se le veía tenso y ansioso, y de vez en cuando se pasaba la mano por la frente como limpiándose un sudor espeso. Me hubiera gustado espiar con detalle todos sus movimientos, pero al poco rato empecé a notar un trajín sospechoso por la parte opuesta a la entrada. Como si anduviera por allí gente queriendo entrar. !Ya lo creo que había gente!; cuando me quise dar cuenta se había formado cola para entrar en el huerto: un tropel de soldados y de paisanos preparados con estacas, espadas y antorchas.

Cuando reconocí a Judas al frente de aquel piquete, me temí lo peor. Y lo peor ocurrió. Vi perfectamente cómo Judas se acercaba a Él y como le besaba la mejilla. Y por cierto que yo no acertaba a interpretar desde mi escondrijo el sentido de aquel beso...

Yo a Judas le tenía calado. Iba y venía demasiado y su mirada era demasiado huidiza como para no infundir sospechas; además, pertenecía a un grupo extremista antiromano; parece ser que le había reprochado a Jesús su actitud demasiado respetuosa con la autoridad civil. Cuando le vi darle el beso creí que se había reconciliado con Él; no me cabía en la cabeza que, precisamente con un beso entregara a Jesús. Parece ser que los Sacerdotes del Templo habían conseguido engañar a Judas haciéndole creer que simplemente le iban a dar un escarmiento; luego se dio cuenta de su gran error pero... ya era demasiado tarde.

Mis buenos deseos respecto a la reconciliación entre Judas y Jesús pronto se aclararon en el peor de los sentidos; vi cómo Pedro tiraba de espada y le cortaba la oreja de un tajo a Malco, un siervo del Sumo Sacerdote. Se organizó un lío bastante considerable; Jesús reprendió a Pedro preguntándole: “¿es que no debo beber esta copa de amargura que el Padre me ha preparado?” Así que, lo último que vi, fue que se lo llevaban con las manos atadas a la espalda y dándole empujones.

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