La caridad es como una nave segura. Sabe llevar lo que es pesado, y no teme ser hundida por ello. (S. Ag. Ena. 129,4)
Estando pasando unos días de retiro en las Arenas (Bilbao), tuve la ocasión de caminar por el paseo del puerto, allí pude contemplar pequeñas embarcaciones, meciéndose en las aguas cristalinas, pero bien amarradas. Parecía que estaban dormidas…Todo era quietud y calma, vida apacible y serena. Era un bonito espectáculo.
A lo lejos pude divisar una embarcación que se acercaba a puerto a repostar para su siguiente travesía. Y, dejándome llevar de la imaginación, pensé que ésta podría ser su conversación: ¿Qué hacéis ahí amarradas tanto tiempo? ¿No sentís la necesidad de soltar amarras y navegar a mar abierto? Sí, pero tenemos miedo a las tempestades, a la oscuridad de la noche. Somos débiles, nuestra embarcación es frágil para salir a mar abierto, Aquí, en el puerto, estamos resguardadas de los fuertes vientos, de los inmensos desafíos de unas olas desmesuradas que se abalanzarán contra nuestra frágil embarcación. La seguridad es lo importante. Pero - les habló la nueva embarcación - no se puede estar siempre encadenadas en el puerto… La libertad, el mar abierto, la belleza de una noche de luna y estrellas, los nuevos mares…
Se miraron unas a otras y, tomando conciencia de su situación, se interrogaban mutuamente: ¿No estaremos perdiendo la vida? ¿No sería bonito desprendernos de nuestras cadenas y salir a mar abierto?
¿Por qué tanto miedo? Ciertamente tendremos días nublados, con posibles tempestades, pero, aun cuando parezca que el mar nos va a devorar, sabemos que pronto nacerá un nuevo día lleno de sol y calor.
Naveguemos... Somos barcas pequeñas, es cierto, pero grandiosas, porque Dios nos acompaña en nuestra travesía. Soltemos amarras y dejemos el puerto.
Después de haber navegado, como repostar es necesario, volveremos de nuevo a puerto, pero sin quedarnos demasiado tiempo en él, buscando de nuevo nuestra seguridad. Pues también, como nos dice San Agustín, algunas veces el viento penetra por la entrada y, aunque no haya escollos, las naves chocan entre sí y se rompen. Ojala sepamos mantenernos unidos en puerto, apiñados unos con otros para no chocar entre sí. (Cfr. Ag. In ps. 99,10). La unidad en puerto nos dará fuerzas para emprender nuevas rutas, sin miedo a los contratiempos y a las tempestades. Nos acompañará la fuerza de la oración, el impulso del Espíritu y la unidad de la comunidad. Soltemos amarras, naveguemos, entremos en lo profundo del mar.
Hna. Carmen Ramírez González
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