Ser grande, a los ojos del mundo, no significa tener las puertas abiertas en el cielo. Al contrario: a mayor responsabilidad en la tierra, ¡más nos ha de exigir Dios por aquello que hicimos o no en su nombre o en favor de los demás! ¿En qué somos grandes? ¿Nos lo hemos preguntado alguna vez? ¿En qué somos pequeños? ¿Nos lo hemos planteado? ¿Queremos ser grandes para Dios o gigantes para el mundo?
En Belén, en la basílica de la Natividad, la puerta es tan pequeña que, para entrar, hay que agacharse, doblarse, humillarse, inclinarse. Y, sino, te quedas fuera.
La próxima Navidad, será grandiosa, no por las luces ni los dulces; será singular no por los belenes o adornos que ponemos en nuestras casas o calles. La Navidad será única e irrepetible y agradable ante los ojos de Dios si, como Juan Bautista, nos hacemos pequeños para reconocer su llegada. Pero…nosotros nos empeñamos en aparentar ser gigantones y, a veces, manejados, bailados y utilizados por el “don consumo”.
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