"¿Qué buscáis?", les dice Jesús a Juan y a Andrés. Es su primera palabra, el primer sonido de esa voz que les va a revelar cosas extraordinarias y a llevarlos muy lejos. Jesús ve que están buscando. Hasta entonces, seguían a Juan Bautista; sin vacilar, lo dejan para seguir a aquel desconocido. Será su oportunidad más fantástica, y Juan indica con esmero la hora: las cuatro de la tarde. Jesús simpatizó pronto con ellos; le gustan los hombres capaces de dejarlo todo por él. Pero ya su primera pregunta empieza a penetrar en ellos: "¿Qué buscáis? ¿Qué esperáis de mí?".
Muchos se engañarán sobre él. Le dirá a la gente:
"Me buscáis, pero ¿por qué? ¡Porque os he dado abundantemente de comer!".
Preguntará a sus apóstoles: "¿Quién dicen que soy yo...? Y para vosotros, ¿quién soy?".
Preguntando hasta el final qué es lo que esperan de él, le dirá a María Magdalena: "¿A quién buscas?".
En este momento, me dice a mí: "¿Qué andas buscando? ¿Qué es lo que buscas cuando me buscas a mí?".
Quizás sea algo confuso, como le ocurría a Juan y a Andrés: "¿Dónde estás? ¿Dónde vives?". Lo buscamos en el evangelio, pero allí no tenemos ni su voz ni sus ojos; será siempre para nosotros un desconcertante misterio de presencia-ausencia.
Sabemos que está allí; actúa en el mundo y quiere actuar en nuestra vida, pero ¡cuánta fuerza de fe se necesita (la única forma de agarrarlo) para entrar en contacto con él y mantener ese contacto! Muchas veces nos sentimos tentados de pensar sólo en el hombre de ayer. El habló, y nos gusta verlo como maestro de sabiduría; lo utilizamos para apoyar nuestras mejores ideas de justicia. Abrimos el evangelio como si fuera una caja de caudales, para buscar en él frases de oro.
Pero ¿y a él? ¡El está vivo! Espera nuestros pasos para volver la cabeza y salirnos al encuentro: "¿Qué quieres?". A esto no hay más que una respuesta, la que cambia toda la vida, la gracia de las gracias cuando brota de todo nuestro ser: "Lo que quiero, eres tú. Te busco a ti".
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