Pronto entramos en la Pasión. Entramos en lo más hondo del misterio del hombre. Pero no sólo porque entremos en el misterio del dolor y de la muerte. Misterio, en cristiano, no quiere decir desasosiego y negrura, sino un desbordar inabarcable de realidad y de luz.
Ciertamente, el dolor y la muerte ponen de manifiesto una esclavitud radical, un límite imposible de sobrepasar. Es un límite que lo cuestiona todo, al que es imposible mirar de frente sin que el corazón se llene de preguntas. Incluso cuando no se piensa en él, su horizonte está siempre ahí: también, si el hombre conserva su razón, en el éxtasis del amor, del hallazgo de la verdad o del encuentro con la belleza.
El dolor, físico o moral, quiebra el lenguaje y hace callar la palabra. Si es lo suficientemente intenso, rompe toda comunicación. Sólo el grito, o el quejido, o el silencio, son adecuados a su herida. Ya veces sólo la caricia puede expresar todavía un deseo de compañía, dolorosamente consciente de su impotencia. Porque en esa caricia puede estar todo el amor del mundo –y todo el amor del mundo es lo que más se necesita en esos momentos–, pero todo el amor del mundo no es capaz de acompañar realmente, o de devolver la vida o la salud.
Esa soledad tiene que ver con la herencia del pecado, con un mundo que ya no es percibido como signo de la luz y del amor de Dios. Aunque no todos los hombres conozcan una muerte como la de Cristo, la Pasión, como peripecia humana, es en cierto modo la historia de todo hombre. Es igual a la historia de millones de hombres. Y es inevitable. Por ese lado, no habría nada que celebrar. Pero en ese mundo, opaco y duro, ha entrado libremente Jesucristo. Y ha entrado hasta la soledad del sufrimiento, hasta la traición y el abandono de los amigos, hasta el juicio con testigos falsos, la condena y el suplicio injustos, la fiebre de la tortura y el frío de la muerte. Así consumó la Encarnación, abrazando hasta el final la condición humana, sin condiciones y sin límites.
Desde el abrazo de Cristo, lo más hondo del misterio del hombre ya no es su muerte. El hombre ya no está sólo en ella. Como ese abrazo es el del Hijo de Dios, la cruz ha roto las cadenas de nuestra soledad, y ha destruido el poderío de la muerte. Por ese abrazo, desde Cristo, la pasión del hombre viene a ser también la pasión de Dios, el Inmortal, el Invencible. Ahí Dios se revela como el Dios verdaderamente más grande, como Aquel mayor que el cual nada puede pensarse. La entrada en Jerusalén fue una entrada triunfal no sólo porque las masas, al igual que cada uno de nosotros y casi por definición, son volubles, manipulables, arbitrarias. La entrada en Jerusalén fue triunfal también porque desde aquella Pasión del Hijo de Dios, la pasión del hombre ya no es la hora de la derrota, sino la hora paradójica y misteriosa del triunfo: el triunfo del amor infinito de Dios sobre el infierno y la soledad del hombre.
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