Un día el diablo se fue de inspección para ver cómo rezaban las personas. Era un tema que le interesaba porque la experiencia le habla enseñado que era de vital importancia para su trabajo. Su gira fue breve y satisfactoria porque las dolientes oraciones eran del todo innocuas —y porque las personas que rezan son menos que las moscas blancas—. Estaba regresando contento a casa, cuando descubrió, en un campo, a un labrador que estaba gesticulando. Ávido por saber qué pasaba, se escondió detrás de un montículo y se puso a observar. El hombre estaba peleando violentamente con Dios: lo trataba sin ninguna consideración, y le decía toda clase de barbaridades...
El diablo se quedó vivamente interesado en un principio, pero luego comenzó a reflexionar y aquello no le gustó nada.
Mientras andaba en estas cavilaciones pasó por allí un cura, quien dirigiéndose al campesino le dijo:—Buen hombre. ¿Por qué razón te comportas así? ¿No sabes que insultar a Dios es peca¬do?.—Reverendo—responde el hombre—, si me enfurezco con Dios, es porque creo y porque le siento cercano; si le digo lo que siento, es porque lo quiero mucho; si grito, es porque sé que me escucha.—Tú deliras— dijo el cura alejándose.
Pero el diablo, que sabía más que el cura, se fue muy alarmado: había descubierto a un hombre capaz todavía de rezar.
Rezar es hablar con nuestro Padre Dios, con la misma confianza y sencillez con que hablamos con un padre o un amigo de verdad. Las fórmulas hechas nos sirven para cuando somos varios, como ahora en clase y para cuando no sabemos qué decirle al Señor. Ayúdanos, Señor a tratar contigo con espontaneidad y confianza.
Hoy te pedimos por los que no creen en ti y no pueden hablarte como nosotros lo hacemos.
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