En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Padre santo, y alabarte por tu Hijo, el primer enviado, el primer misionero, y por los misioneros y misioneras que se han ido lejos enviados por Ti.
Gracias, Padre, porque ellos no dan oro ni plata, sino sus vidas: se dan a sí mismos y dan, simple y llanamente, testimonio de ti. Gracias, porque para los poderosos de este mundo, entregan su vida a cambio de nada, casi siempre en el anonimato de los elegidos por tu Palabra.
Gracias por estos hombres y mujeres, seguidores de tu Hijo, llenos de valor en su sencillez. Ellos no aceptarían que les llamásemos héroes y rechazarían extrañados, y seguramente ofendidos, semejante denominación porque quieren ser fieles a la parábola de tu Hijo Jesús: aquello de los trabajadores que, al final de una extenuante jornada, dicen con naturalidad: «siervos inútiles somos».
Gracias, Padre, porque son muchos los misioneros y misioneras que dicen con sinceridad que son felices y que no se cambiarían por nada ni por nadie. Ayúdales en su trabajo, casi siempre entre los pobres más pobres, Ayúdales a ofrecer cada día con generosidad a los pobres de la tierra la Palabra de tu Hijo: anuncio de vida, de esperanza, de liberación, de salvación. Y ayúdanos a nosotros a ser misioneros en nuestra sociedad, rica y opulenta, donde es difícil creer en ti, anunciar tu mensaje, seguir tu llamada.
Y, finalmente, gracias, otra vez, por tu Hijo Jesús, el primer misionero, que nos enseñó a todos el camino de la fidelidad a tu Palabra: camino de entrega y generosidad, camino de amor y misericordia, camino de vida buena y bella de verdad.
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