Que necesitamos recibir caricias y abrazos para sobrevivir es más que evidente durante los primeros años de vida. Pero la importancia del contacto físico no disminuye cuando crecemos, sino todo lo contrario. Incluso un fugaz roce entre dos personas puede producir cambios inmediatos en el comportamiento humano. Por ejemplo, los estudiantes que reciben un palmadita en el brazo por parte de un profesor se muestran hasta dos veces más dispuestos a salir voluntarios a la pizarra que el resto de sus compañeros de clase.
Un roce amable en la consulta del médico hace que los pacientes tengan la impresión de que la visita ha durado el doble que si no se produce contacto físico. Si antes de dar un discurso o hacer una presentación en público nuestra madre nos da un fuerte abrazo los niveles de cortisol, la hormona del estrés, caen. Y un estudio de la Universidad de Berkeley (EE UU) publicado recientemente en la revista especializada Emotion apuntaba a que, en el ámbito del deporte, los equipos con mejores resultados son aquellos en que los jugadores no escatiman en abrazos y chocan más “esos cinco”. Los investigadores sugieren que este fenómeno podría deberse a que el contacto físico libera oxitocina, que aumenta la sensación de seguridad y confianza.
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