Dios mío, ¿quién me hará descansar en ti?
¿Quién me dará que vengas a mi corazón y lo
embriagues para que me olvide de mis maldades
y me abrace a ti, mi único bien?
¿Qué eres tú para mí? Y ¿Qué soy yo para ti?
¿Por qué me mandas que te ame y te enfadas
conmigo y me amenazas con la mayor de las
miserias si no lo hago? ¿No es acaso, miseria
suficiente la de no amarte?
Señor y Dios mío, dime por tus misericordias qué
eres tú para mí. Di a mi alma: yo soy tu salvación.
Díselo en forma tal que llegue a entenderlo.
Los oídos de mi corazón están ante ti. Señor,
ábrelos tú, y dile a mi alma: yo soy tu salvación.
Que yo corra tras esa voz y te dé alcance a ti.
No te escondas de mí. Muera yo para que no
muera y pueda ver tu rostro.
Angosta es la casa de mi alma para darte cabida.
Ensánchamela tú. En ruinas la tengo. Repáramela tú.
Cosas hay en ella que ofenden a tus ojos. Lo sé
y lo confieso.
Creo y por eso hablo. Tú lo sabes, Señor.
No entro en juicio contigo, porque si tú miras las iniquidades,
¿Quién podrá subsistir?
Permíteme con todo a mí, polvo y ceniza, hablar
en presencia de tu misericordia. Sé que, al hacerlo,
no hablo a hombres que puedan reírse de mi.
Aunque quizá mis palabras te causan risa a ti, al menos
cuando te vuelvas a mi sé que de mi tendrás misericordia.
(San Agustín. Conf. 1, 5, 6)
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