El comienzo del año es una ocasión privilegiada para respirar hondo, tragar saliva y empezar a caminar con cierta energía, tomando las riendas del año antes de verme inmerso en las prisas. Y eso, con los pies muy en el suelo, y la mirada al frente.
CON LOS PIES EN EL SUELO
Mi suelo está hecho de mi presente más habitual: nombres, horarios, rutinas, trabajo, problemas, obligaciones, ocio… Mi suelo está hecho de relaciones personales, algunas muy buenas, otras más difíciles. Está hecho de lo que me gusta hacer y lo que, aunque me disgusta, también me toca.
Está hecho de las calles en las que me muevo, las gentes con las que comparto espacios, los libros pendientes, las horas libres y las saturadas, la tele que veo para pasar el rato… Mi suelo es este espacio en el que transcurre mi vida. Y en mi suelo también está Dios
Dedico un breve rato a recorrer los nombres que se intuyen en mi vida este año, y a pedirle a Dios que nos bendiga a todos (de los amigos, de mis compañas, de la familia, de otros círculos…) Hago una oración por todos ellos.
Y LA VISTA ALZADA
Pero no basta con sumergirme en lo cotidiano y lo habitual. Necesito también un horizonte, unos planes, algo hacia lo que hay que caminar.
Un horizonte que me lanza hacia el futuro, y está constituido por proyectos, planes, propósitos… Lo que me gustaría que ocurriera en este año 2018, lo que quiero que sea mi vida, y la de otros, lo que me gusta imaginar de aquí a junio, o incluso a junio del 2020 si me da por darle a la cabeza.
Necesito pararme y saber qué es lo que más deseo, qué es lo que quiero. Este nuevo año puedo “dejar que pase” o puede ser el mejor de mi vida si aspiro cada día a ser feliz, a contentar a los otros, a escuchar, a superarme ... puedo pasar por el 2018 mirando tristemente y con monotonía al suelo o mirar al frente, un poquito más allá de mi suelo, y encontrar a Dios, que tiene planes y sueños para mi en este nuevo año.
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