El anhelo de felicidad está inscrito en lo más íntimo de nuestro corazón. Deseamos llegar a la plenitud en el amor, y aunque la buscamos de distintos modos, al final la alegría la experimentamos imperfecta, frágil y quebradiza. ¿Es posible entonces hablar de felicidad cuando constatamos tantas miserias, sufrimientos y penas a nuestro alrededor? Pensemos, por ejemplo, en los damnificados por las lluvias, en los que celebrarán la noche de navidad en un reclusorio o en los que se encuentran sin recursos, sin ayuda y, peor aún, sin esperanza.
No obstante, la liturgia previa a la navidad nos invita a estar alegres porque nos anuncia “una gran alegría que lo será para todo el pueblo” (Lc. 2,10).
Hay que estar alegres porque Dios nos ofrece la creación con toda su riqueza, su belleza natural y las leyes que la rigen para que nosotros la disfrutemos, la contemplemos y nuestro intelecto no se case de descubrir los secretos que la gobiernan. Hay que estar alegres porque gozamos del don más excelso que es la vida misma. La posibilidad de ser en lugar de no haber existido nunca.
Hay que estar alegres porque Dios nos concede la dicha de experimentar el amor humano, la satisfacción de ganarnos honradamente nuestro sustento, el consuelo de saber que hemos cumplido con nuestra misión o el de estar en paz con la propia conciencia.
Hay que estar alegres porque además celebramos el nacimiento del Hijo de Dios. Los distintos protagonistas de la navidad cuando entran en contacto con Dios se han llenado de inmensa alegría. El ángel Gabriel saludó a María diciendo: “Alégrate, llena de gracia”. A san José le habla en sueños y le dice que no tema recibir a María por esposa, porque el niño que nacería de ella es obra del Espíritu Santo. La noche de navidad vemos que a unos pastores que dormían al raso se les presentó el ángel del Señor y les dijo: “Os anuncio una gran alegría: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc.2,8). La vida espiritual aumenta y corona nuestra felicidad humana. La verdadera alegría está vinculada a nuestra relación con Dios. Quien ha encontrado a Cristo en la propia vida, experimenta en el corazón una serenidad y una alegría que nada ni nadie le podrá quitar.
La verdadera alegría es un don, nace del encuentro con la persona viva de Jesús, del hacerle espacio en nosotros, del acoger al Espíritu Santo que guía nuestra vida. Tenemos muchos motivos para estar alegres en el Señor, fuente de paz y amor.
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