Homilía del Papa Francisco en la Jornada 24 horas con el Señor”
Hermanos y hermanas, en el período de la Cuaresma la Iglesia, en nombre de Dios, renueva el llamamiento a la conversión. Es la llamada a cambiar de vida. Convertirse no es cuestión de un momento o de un período del año, es un empeño que dura toda la vida. ¿Quién de entre nosotros puede presumir que no es pecador? Nadie. Todos lo sabemos. Escribe el apóstol Juan: “Si decimos: ‘No tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1, 8-9). Es lo que sucede también en esta celebración y en toda esta jornada penitencial. La Palabra de Dios que hemos escuchado nos introduce en dos elementos esenciales de la vida cristiana.
El primero: Revestirnos del hombre nuevo. El hombre nuevo, “creado según Dios” (Ef 4, 24), nace en el Bautismo, donde se recibe la vida misma de Dios, que nos hace sus hijos y nos incorpora a Cristo y a la Iglesia. Esta vida nueva permite ver la realidad con ojos diversos, sin estar distraídos por las cosas que no cuentan y no pueden durar por mucho tiempo, de las cosas que terminan con el tiempo. Por esta razón estamos llamados a abandonar los comportamientos del pecado y fijar la mirada en lo esencial. Fijar la mirada en lo esencial de la vida. “El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene” (Gaudium et spes, 35).
Fijar la mirada sobre la realidad esencial del hombre. He aquí la diferencia entre la vida deformada por el pecado y aquella iluminada por la gracia. Del corazón del hombre renovado según Dios provienen los comportamientos buenos: hablar siempre con la verdad y evitar toda mentira; no robar, sino más bien compartir cuanto se posee con los demás, especialmente con quien tiene necesidad; non ceder a la ira, al rencor y a la venganza, sino ser mansos, magnánimos y dispuestos al perdón; no caer en la maledicencia que arruina la buena fama de las personas, sino mirar mayormente el lado positivo de cada uno. Y esto es revestirse del hombre nuevo, con estas actitudes nuevas.
El segundo elemento: Permanecer en el amor. El amor de Jesucristo dura para siempre, jamás tendrá fin, porque es la vida misma de Dios. Este amor vence el pecado y da la fuerza para volver a levantarse y recomenzar, porque con el perdón el corazón se renueva y rejuvenece. Todos lo sabemos: Nuestro Padre jamás se cansa de amar y sus ojos no se amodorran al mirar el camino de casa, para ver si el hijo que se fue y se ha perdido regresa. Podemos hablar de la esperanza de Dios: nuestro Padre nos espera siempre. No sólo nos deja la puerta abierta: nos espera. Él está involucrado en esto, esperar a los hijos. Y este Padre no se cansa ni siquiera de amar al otro hijo que, aun permaneciendo siempre en casa con él, sin embargo no es partícipe de su misericordia, de su compasión. Dios no sólo está en el origen del amor, sino que en Jesucristo nos llama a imitar su mismo de amar: “Como yo los he amado, así ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13, 34). En la medida en que los cristianos viven este amor, se convierten en el mundo en discípulos creíbles de Cristo. El amor no puede soportar permanecer encerrado en sí mismo. Por su misma naturaleza es abierto, se difunde y es fecundo, genera siempre nuevo amor.
Queridos hermanos y hermanas, después de esta celebración, muchos de vosotros seréis misioneros para proponer a otros la experiencia de la reconciliación con Dios. “24 horas por el Señor” es la iniciativa a la que han adherido millones de diócesis en todas partes del mundo. A cuantos encontréis podréis comunicar la alegría de recibir el perdón del Padre y de volver a encontrar la amistad plena con Él. Y decidles que nuestro Padre nos espera, nuestro Padre nos perdona, y es más: ¡Hace fiesta! Si tú vienes con toda tu vida, con tantos pecados, Él en lugar de reprocharte, hace fiesta. Así es nuestro Padre, y esto lo tenéis que decir vosotros, decirlo a mucha gente, hoy.
Quien experimenta la misericordia divina, se siente impulsado a hacerse artífice de misericordia entre los últimos y los pobres. En estos “hermanos más pequeños” Jesús nos espera (Cfr. Mt 25, 40). Recibamos misericordia, y demos misericordia. ¡Salgamos a su encuentro! ¡Y celebraremos la Pascua en la alegría de Dios!
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