MARCOS 14, 12-16 y 22-26
El primer día de los
Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron sus discípulos: -
Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? Él envió a dos de sus
discípulos diciéndoles: - Id a la ciudad, os encontraréis con un hombre que
lleva un cántaro de agua; seguidlo, y donde entre decidle al dueño: "El
Maestro pregunta dónde está su posada, donde va a celebrar la cena de Pascua
con sus discípulos". El os mostrará un local grande, en alto, con divanes,
preparado; preparádnosla allí. Salieron los discípulos, llegaron a la ciudad,
encontraron las cosas como les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Mientras comían cogió un pan, pronunció una bendición, lo partió y se lo dio a
ellos, diciendo: - Tomad, esto es mi cuerpo. Y, cogiendo una copa, pronunció
una acción de gracias, se la pasó y todos bebieron de ella. Y les dijo: - Esta
es la sangre de la alianza mía, que se derrama por todos. Os aseguro que ya no
beberé más del producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el
reino de Dios. Y después de cantar salieron para el Monte de los Olivos.
Los estudios sociológicos lo destacan con datos
contundentes: los cristianos de nuestras iglesias occidentales están
abandonando la misa dominical. La celebración, tal como ha quedado configurada
a lo largo de los siglos, ya no es capaz de nutrir su fe ni de vincularlos a la
comunidad de Jesús.
Lo sorprendente es que estamos dejando que la misa «se
pierda» sin que este hecho apenas provoque reacción alguna entre nosotros. ¿No
es la eucaristía el centro de la vida cristiana? ¿Cómo podemos permanecer
pasivos, sin capacidad de tomar iniciativa alguna? ¿Por qué la jerarquía
permanece tan callada e inmóvil? ¿Por qué los creyentes no manifestamos nuestra
preocupación con más fuerza y dolor?
La desafección por la misa está creciendo incluso entre
quienes participan en ella de manera responsable e incondicional. Es la
fidelidad ejemplar de estas minorías la que está sosteniendo a las comunidades,
pero ¿podrá la misa seguir viva solo a base de medidas protectoras que aseguren
el cumplimiento del rito actual?
Las preguntas son inevitables: ¿No necesita la Iglesia en su centro una
experiencia más viva y encarnada de la cena del Señor que la que ofrece la
liturgia actual? ¿Estamos tan seguros de estar haciendo hoy bien lo que Jesús
quiso que hiciéramos en memoria suya?
¿Es la liturgia que nosotros venimos repitiendo desde siglos
la que mejor puede ayudar en estos tiempos a los creyentes a vivir lo que vivió
Jesús en aquella cena memorable donde se concentra, se recapitula y se
manifiesta cómo y para qué vivió y murió? ¿Es la que más nos puede atraer a
vivir como discípulos suyos al servicio de su proyecto del reino del Padre?
Hoy todo parece oponerse a la reforma de la misa. Sin
embargo, cada vez será más necesaria si la Iglesia quiere vivir del contacto vital con
Jesucristo. El camino será largo. La transformación será posible cuando la Iglesia sienta con más
fuerza la necesidad de recordar a Jesús y vivir de su Espíritu. Por eso también
ahora lo más responsable no es ausentarse de la misa, sino contribuir a la
conversión a Jesucristo.
José Antonio Pagola
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