En aquella ocasión algunos de los
presentes le contaron que Pilato había mezclado la sangre de unos galileos con
la de las víctimas que ofrecían. Jesús les contestó: - ¿Pensáis que esos
galileos eran más pecadores que los demás, por la suerte que han sufrido? Os
digo que no; y, si no os enmendáis, todos vosotros pereceréis también. Y
aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que
eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si
no os enmendáis, todos pereceréis también. Y añadió esta parábola: Un hombre
tenía una higuera plantada en su viña, fue a buscar fruto en ella y no lo
encontró. Entonces dijo al viñador: -Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar
fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué, además, va a
esquilmar la tierra? Pero el viñador le contestó: - Señor, déjala todavía este
año; entretanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol; si en adelante diera
fruto..., si no, la cortas.
¿DÓNDE ESTAMOS NOSOTROS?
Unos
desconocidos le comunican a Jesús la noticia de la horrible matanza de unos
galileos en el recinto sagrado del templo. El autor ha sido, una vez más,
Pilato. Lo que más les horroriza es que la sangre de aquellos hombres se haya
mezclado con la sangre de los animales que estaban ofreciendo a Dios.
No
sabemos por qué acuden a Jesús. ¿Desean que se solidarice con las víctimas?
¿Quieren que les explique qué horrendo pecado han podido cometer para merecer
una muerte tan ignominiosa? Y si no han pecado, ¿por qué Dios ha permitido
aquella muerte sacrílega en su propio templo?
Jesús
responde recordando otro acontecimiento dramático ocurrido en Jerusalén: la
muerte de dieciocho personas aplastadas por la caída de un torreón de la
muralla cercana a la piscina de Siloé. Pues bien, de ambos sucesos hace Jesús
la misma afirmación: las víctimas no eran más pecadores que los demás. Y
termina su intervención con la misma advertencia: «si no os convertís, todos
pereceréis».
La
respuesta de Jesús hace pensar. Antes que nada, rechaza la creencia tradicional
de que las desgracias son un castigo de Dios. Jesús no piensa en un Dios
«justiciero» que va castigando a sus hijos e hijas repartiendo aquí o allá
enfermedades, accidentes o desgracias, como respuesta a sus pecados.
Después,
cambia la perspectiva del planteamiento. No se detiene en elucubraciones
teóricas sobre el origen último de las desgracias, hablando de la culpa de las
víctimas o de la voluntad de Dios. Vuelve su mirada hacia los presentes y los
enfrenta consigo mismos: han de escuchar en estos acontecimientos la llamada de
Dios a la conversión y al cambio de vida.
Todavía
vivimos estremecidos por el trágico terremoto de Haití. ¿Cómo leer esta
tragedia desde la actitud de Jesús? Ciertamente, lo primero no es preguntarnos
dónde está Dios, sino dónde estamos nosotros. La pregunta que puede
encaminarnos hacia una conversión no es «¿por qué permite Dios esta horrible
desgracia?», sino «¿cómo consentimos nosotros que tantos seres humanos vivan en
la miseria, tan indefensos ante la fuerza de la naturaleza?».
Al
Dios crucificado no lo encontraremos pidiéndole cuentas a una divinidad lejana,
sino identificándonos con las víctimas. No lo descubriremos protestando de su
indiferencia o negando su existencia, sino colaborando de mil formas por
mitigar el dolor en Haití y en el mundo entero. Entonces, tal vez, intuiremos
entre luces y sombras que Dios está en las víctimas, defendiendo su dignidad
eterna, y en los que luchan contra el mal, alentando su combate.
José Antonio Pagola
No hay comentarios:
Publicar un comentario