Que estas
palabras de su libro Las Confesiones nos sigan inspirando hoy como ayer en la
búsqueda por la verdad, que no es sino la búsqueda de Dios.
1. Los tiempos de conversión, son los
tiempos de Dios
Cuántos
de nosotros, habiendo nacido en hogares católicos, hemos conocido a Dios ya siendo adultos. Para
volver a Él nunca es tarde, Dios está
siempre con nosotros. Éramos nosotros
los que no estábamos con Él.
“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua
y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te
buscaba; y deforme como era me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú
creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti
cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste y clamaste
hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi
ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti. Gusté
tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste y
con tu tacto me encendiste en tu paz”.
2. Dios es quien siempre llama, quien
siempre busca y quien se encarga personalmente de cada uno de nosotros
Cuántas
veces no entendemos lo que nos sucede en la vida. Cuántas caídas, cuántos
dolores. Aunque pareciera que estuviésemos solos en medio de la incertidumbre,
Dios estaba siempre ahí. Dios habla, consuela y forma cuidadosamente, incluso
en medio del dolor.
“Entonces tú, [mi Dios], tratándome
con mano suavísima y llena de misericordia, fuiste modelando poco a poco mi
corazón”.
3. Pedir a Dios significa también
estar dispuestos a escuchar y recibir lo que Él nos da. Dios nunca se equivoca
Cuántas
veces hemos elevado los ojos al cielo pidiéndole algo a Dios. Le hemos confiado
nuestros deseos, nuestros sueños. Le hemos pedido que aligere nuestra carga. A
veces parece que no nos escucha. Pero Él siempre lo hace y otorga lo que sabe
es mejor para cada uno.
“[Dios mío], los hombres te consultan
sobre lo que quieren oír, pero no siempre quieren oír lo que tú les respondes.
Y el buen siervo tuyo es aquél que no se empeña en oírte decir lo que a él le
gustaría, sino que está sinceramente dispuesto a oír lo que tú le digas”.
4.
Dios conoce lo más profundo de nuestro ser, es Él quién lo ha modelado con sus
propias manos.
Cuesta
creer que verdaderamente somos hijos de Dios, todos y cada uno de nosotros.
Incluso los que no creen en Él. Dios conoce cada rincón de nuestro ser, cada
pensamiento, cada sueño, cada anhelo, cada caída, cada lucha. Él está ahí porque fueron sus propias manos las
que modelaron nuestra existencia.
“[Señor Dios mío], tú eres interior a
mi más honda interioridad”.
“[Tú, oh Dios,] estás presente también
en aquellos que huyen de ti”.
“¡Oh Señor omnipotente y bueno, que cuidas de
cada uno de tus hijos como si fuera el único, y que de todos cuidas como si
fueran uno solo!”
“Tú eres, [oh Dios mío], inaccesible y
próximo, secretísimo y presentísimo”.
5. Dios nos forma a través de otros.
La responsabilidad del amor incondicional
Las
que son mamás saben cuánto cuesta criar un hijo. Es necesaria la confianza en
Dios para formarlos en la libertad y la verdad. Santa Mónica, madre de San
Agustín, nos enseña que todos los dolores y los miedos en la crianza de los
hijos, cuando son entregados a Dios, dan fruto. Todos estamos llamados a ser
santos y todas las madres están llamadas a criar hijos santos para Dios.
“Ella lloraba por mi muerte
espiritual, [Dios mío], con la fe que tú le habías dado, y tú escuchaste su
clamor. La oíste cuando ella con sus lágrimas regaba la tierra ante tus ojos;
ella oraba por mí en todas partes, y tú oíste su plegaria… Sus preces llegaban
a tu presencia, pero tú me dejabas todavía volverme y revolverme en la
oscuridad”.
“¿Cómo podía ser que tú desoyeras y
rechazaras las lágrimas de la que [Mónica, mi madre] no te pedía oro ni plata
ni bien alguno pasajero sino la salud espiritual de su hijo, que era suyo
porque tú se lo habías dado?”.
6. Dios es nuestro único consuelo ante
la muerte
Perder
a alguien a quien amamos profundamente es tan doloroso que incluso se desea la
propia muerte. Sin Dios quedamos perdidos, solos. Pero Él entiende este dolor y
nos promete un encuentro futuro y sin separaciones en la vida eterna. Esa
promesa es la que nos debe llenar de esperanza y restaurar la alegría perdida
por la ausencia física de los que ya han partido.
“El único que no pierde a sus seres
queridos es el que los quiere y los tiene en Aquel que no se pierde. ¿Y quién
es este sino tú, nuestro Dios, el que hizo el cielo y la tierra y los llena,
pues llenándolos los hizo?”.
7. La misericordia de Dios es
infinita. Nunca nos cansemos de pedir perdón
Existen
días en los que queremos darnos por vencidos. Es una lucha que parece vamos
perdiendo una y otra vez, cansados de caer y de pedir perdón siempre por lo
mismo. Dios no se cansa de perdonarnos, somos nosotros los que pensamos que no
somos más dignos de perdón. Su misericordia es infinita.
“A ti la alabanza y la gloria, ¡oh
Dios, fuente de las misericordias! Yo me hacía cada vez más miserable y tú te
me hacías más cercano. Tu mano estaba pronta a sacarme del cieno y lavarme,
pero yo no lo sabía”.
8. La generosidad en la comunidad
cristiana es un verdadero camino de conversión
Sobre
todo en este tiempo, qué importante es volver la mirada a nuestros hermanos
necesitados de nuestra generosidad y amor. ¡Tanta gente que muere de hambre,
mientras que algunos están llenos de riquezas!
“Habíamos pensado contribuir con lo
que cada uno tuviera para formar con lo de todos un patrimonio común, de modo
que por nuestra sincera amistad no hubiera entre nosotros tuyo y mío, sino que
todo fuera de todos y de cada uno”.
9. A Dios solo lo encuentran los
humildes, los más pequeños
En
un mundo en el que el valor está puesto en la imagen y en lo que se tiene San
Agustín nos recuerda que es a los humildes a los que Dios mira con agrado.
“No te acercas, [oh Dios], sino a los
de corazón contrito, ni te dejas encontrar por los soberbios por más que en su
curiosidad y pericia sean capaces de contar las estrellas y conocer y medir los
caminos de los astros por las regiones siderales”.
10. La muerte no es el final. La
verdadera vida está junto a Dios
Deseoso
de ser inmortal, el ser humano lucha por evitar la muerte, por prolongar la
juventud, y desprecia todo lo que le recuerda que la vida es pasajera, que el
cuerpo se deteriora y que tendrá un final. San Agustín nos recuerda que nuestro
verdadero hogar es el Cielo.
“Nuestra casa no se derrumba por
nuestra ausencia, pues nuestra casa es tu eternidad”.
11. El descanso y el sentido de
nuestra existencia solo se verá saciado en Dios
Ese
deseo de infinito que tiene el ser humano no es sino una expresión de esa
nostalgia de Dios, de ese llamado a ser eterno. Solo lograremos saciar ese
anhelo, esa hambre, alimentándonos de Dios.
“[Señor Dios], nos creaste para ti y
nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti”.
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