LUCAS 12, 49-53
“Un fuego
que transforma el mundo”
Fuego he venido a lanzar a la tierra,
y ¡cómo deseo que hubiese prendido ya! Pero tengo que ser sumergido por las
aguas y no veo la hora de que eso se cumpla. ¿Pensáis que he venido a traer paz
a la tierra? Os digo que paz no, sino división. Porque, de ahora en adelante,
una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; se
dividirá padre contra hijo e hijo contra padre, madre contra hija e hija contra
madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra (Miq 7,3).
PRENDER FUEGO (Lc 12,
49-53)
Son bastantes los
cristianos que, profundamente arraigados en una situación de bienestar, tienden
a considerar el cristianismo como una religión que, invariablemente, debe
preocuparse de mantener la ley y el orden establecido.
Por eso, resulta tan
extraño escuchar en boca de Jesús dichos que invitan, no al inmovilismo y
conservadurismo, sino a la transformación profunda y radical de la sociedad:
«He venido a prender fuego en el mundo y ojalá estuviera ya ardiendo...
¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división».
No nos resulta fácil ver
a Jesús como alguien que trae un fuego destinado a destruir tanta mentira,
violencia e injusticia. Un Espíritu capaz de transformar el mundo, de manera
radical, aun a costa de enfrentar y dividir a las personas.
El creyente en Jesús no
es una persona fatalista que se resigna ante la situación, buscando, por encima
de todo, tranquilidad y falsa paz. No es un inmovilista que justifica el actual
orden de cosas, sin trabajar con ánimo creador y solidario por un mundo mejor.
Tampoco es un rebelde que, movido por el resentimiento, echa abajo todo para
asumir él mismo el lugar de aquellos a los que ha derribado.
El que ha entendido a
Jesús actúa movido por la pasión y aspiración de colaborar en un cambio total.
El verdadero cristiano lleva la «revolución» en su corazón. Una revolución que
no es «golpe de estado», cambio cualquiera de gobierno, insurrección o relevo
político, sino búsqueda de una sociedad más justa.
El orden que, con
frecuencia, defendemos, es todavía un desorden. Porque no hemos logrado dar de
comer a todos los hambrientos, ni garantizar sus derechos a toda persona, ni
siquiera eliminar las guerras o destruir las armas nucleares.
Necesitamos una
revolución más profunda que las revoluciones económicas. Una revolución que
transforme las conciencias de los hombres y de los pueblos. H. Marcuse escribía
que necesitamos un mundo «en el que la competencia, la lucha de los individuos
unos contra otros, el engaño, la crueldad y la masacre ya no tengan razón de
ser».
Quien sigue a Jesús,
vive buscando ardientemente que el fuego encendido por él arda cada vez más en
este mundo. Pero, antes que nada, se exige a sí mismo una transformación
radical: «solo se pide a los cristianos que sean auténticos. Esta es
verdaderamente la revolución» (E. Mounier).
José Antonio Pagola
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