MATEO
23, 1-12
Entonces
Jesús, dirigiéndose a las multitudes y a sus discípulos, declaró: - En la
cátedra de Moisés han tomado asiento los letrados y los fariseos. Por tanto,
todo lo que os digan, hacedlo y cumplidlo..., pero no imitéis sus obras, porque
ellos dicen, pero no hacen. Lían fardos pesados y los cargan en las espaldas de
los hombres, mientras ellos no quieren empujarlos ni con un dedo. Todo lo hacen
para llamar la atención de la gente: se ponen distintivos ostentosos y borlas
grandes en el manto: les encantan los primeros puestos en los banquetes y los
asientos de honor en las sinagogas, que les hagan reverencias por la calle y
que la gente los llame «Rabbí». Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar
«Rabbí», pues vuestro maestro es uno solo y vosotros todos sois hermanos; y no os llamaréis «padre» unos a otros en la
tierra, pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo; tampoco dejaréis que os
llamen «directores», porque vuestro director es uno solo, el Mesías. El más
grande de vosotros será servidor vuestro. A quien se encumbra, lo abajarán, y a
quien se abaja, lo encumbrarán.
NO HACEN LO QUE DICEN
Jesús habla con indignación profética. Su discurso,
dirigido a la gente y a sus discípulos, es una dura crítica a los dirigentes
religiosos de Israel. Mateo lo recoge hacia los años ochenta para que los
dirigentes de la Iglesia cristiana no caigan en conductas parecidas.
¿Podremos recordar hoy las recriminaciones de Jesús
con paz, en actitud de conversión, sin ánimo alguno de polémicas estériles? Sus
palabras son una invitación para que obispos, presbíteros y cuantos tenemos
alguna responsabilidad eclesial hagamos una revisión de nuestra actuación.
«No hacen lo que dicen». Nuestro mayor pecado es la
incoherencia. No vivimos lo que predicamos. Tenemos poder, pero nos falta
autoridad. Nuestra conducta nos desacredita. Un ejemplo de vida más evangélica
de los dirigentes cambiaría el clima en muchas comunidades cristianas.
«Atan cargas pesadas e insoportables y las ponen
sobres las espaldas de los hombres; pero ellos no mueven ni un dedo para llevarlas».
Es cierto. Con frecuencia somos exigentes y severos con los demás, comprensivos
e indulgentes con nosotros. Agobiamos a la gente sencilla con nuestras
exigencias, pero no les facilitamos la acogida del Evangelio. No somos como
Jesús, que se preocupa de hacer ligera su carga, pues es humilde y de corazón
sencillo.
«Todo lo hacen para que los vea la gente». No
podemos negar que es muy fácil vivir pendientes de nuestra imagen, buscando
casi siempre «quedar bien» ante los demás. No vivimos ante ese Dios que ve en
lo secreto. Estamos más atentos a nuestro prestigio personal.
«Les gusta el primer puesto y los primeros asientos
[...] y que les saluden por la calle y los llamen maestros». Nos da vergüenza
confesarlo, pero nos gusta. Buscamos ser tratados de manera especial, no como
un hermano más. ¿Hay algo más ridículo que un testigo de Jesús buscando ser
distinguido y reverenciado por la comunidad cristiana?
«No os dejéis llamar maestro [...] ni preceptor
[...] porque uno solo es vuestro Maestro y vuestro Preceptor: Cristo». El
mandato evangélico no puede ser más claro: renunciad a los títulos para no
hacer sombra a Cristo; orientad la atención de los creyentes solo hacia él.
¿Por qué la Iglesia no hace nada por suprimir tantos títulos, prerrogativas, honores
y dignidades para mostrar mejor el rostro humilde y cercano de Jesús?
«No llaméis a nadie padre vuestro en la tierra,
porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo». Para Jesús, el título de Padre
es tan único, profundo y entrañable que no ha de ser utilizado por nadie en la
comunidad cristiana. ¿Por qué lo permitimos?
José Antonio
Pagola
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