Schopenhauer cuenta la historia de un ermitaño que quería alejarse de todo para encontrar el silencio más absoluto y perfecto. Buscó una cueva escondida en el paraje más alejado del mundanal ruido pero una vez allí se dio cuenta con desesperación de que nunca dejaba de escuchar el chirrido de la rueda del tiempo.
Un día, cuando estaba ya a punto de volverse loco, vio venir por un sendero a una pareja de jóvenes enamorados que se iban cantando coplillas el uno al otro. El ermitaño estuvo un buen rato mirándolos pasar y escuchando su canto, y cuando se alejaron cayó en la cuenta de que ese sonido del amor había hecho callar a la rueda del tiempo.
¡Qué angustioso es escuchar permanentemente el giro de esa rueda! Sin embargo, eso es lo que pensamos cuando decimos "carpe diem". Cometemos una gran injusticia al traducir este aforismo latino porque no significa “vive cada día como si fuera el último”. Eso sería silenciar los sonidos del paisaje humano que nos rodea y dedicarse a escuchar solamente el chirrido de la rueda del tiempo girando hacia la muerte. ¿Cómo podríamos soportar esa agonía? No; carpe diem significa “conviértete en el dueño de tu día”.
Ahí está la clave de la alegría de vivir. Las personas que la rezuman no afrontan cada día como el último sino como propio. Este valor no significa superficialidad ni atolondramiento sino verdadera comprensión del sentido de nuestra presencia en el mundo.
Si nos fijamos bien, a las personas dueñas de su tiempo les gusta entregar buena parte de este a los demás. Parece que abren la persiana de su alma para que entre el sol y para que entremos también de paso quienes estamos junto a ellas. Con su despliegue de energía generosa nos dicen: “si quieres dejar de obsesionarte con el ruido del paso del tiempo, sal de tu encierro, comparte el amor... ¡vive!”.
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